jueves, 2 de octubre de 2008

El hombre y la bestia

Sus ojos permanecían fijos buscándole a los pies unas rodillas y unos muslos encontrando solo sombras y policías que empujaban a los periodistas y a los mirones lejos de la fosa.
Aquella fosa era muy profunda porque aun con luz no se veía el fondo de esta.
Ed analizaba aquellos pies como un arqueólogo, huesos fosilizados; sus ojos se movían de un lado al otro y brillaban por las fuertes luces de los faroles que rodeaban la palia, firmes como postes de luz alumbrando el oscuro bosque de coníferas, ya que eran lo único que alumbraba en aquella suma de oscuridad.
Pasaron varios minutos y luego de los inútiles intentos de los policías por alejar a los periodistas de la escena del crimen, acaso ¿alguien había mencionado que aquello era un crimen? era obvio, estos se resistían y empujaban, es más, se acercaban peligrosamente a la palia y si no fuese por un noble hombre que se encontraba cerca de la orilla, una mujer hubiese caído y muerto en aquel hueco. Aquel suceso fue el colmo del vaso, luego de unos minutos llegaron más policías y mandaron a todos los periodistas y mirones a sus casas, escoltándolos en dos carrozas.
Bernahi y Ed fueron los últimos en irse. Habían pasado 1 hora desde que los dos habían llegado al bosque y ninguno había apuntado nada sobre aquella “exclusiva”, el pretexto de Edmund por ver aquel cadáver. Si aquello era un cadáver, producto de un terrible suceso, un asesinato.
Eran las 9 y 50 cuando Edmund consultó el reloj sentado en una esquina de la carroza al lado de Bernahi. Este miraba sigilosamente por todas partes, tanteando algo, observando al policía que conducía la carroza y el camino. No habían pasado ni cinco minutos desde que los dos subieron a regañadientes en el transporte cuando Ed le dijo a Bob que lo siguiera, Bob lo miro algo confuso luego comprendió que él no se rendiría fácilmente.
A unos metros de la palia, en donde las sombras de las coníferas se hacían enormes y la luz de los faroles no llegaba, Edmund salto de la carroza seguido de Bernahi hacia el suelo húmedo. Ni un policía notó la caída de los 2 hombres pero los demás periodistas pretendían saltar también, fracasando al ver llegar dos escoltas de caballos que no creyeron sus argumentos sobre dos locos perdidos en el bosque en busca de una “exclusiva”. El chofer del carruaje era indiferente.
Pasada las 10 de la noche cuando cada familia en Londres arropa a sus hijos y despide a los padres a una fiesta, cuando los amigos se reúnen en las tabernas o las fiestas y la policía prepara los fireworks que estallarían en los incontables palacios de la ciudad, 2 hombres apuntaban ciertos datos sobre una extraña muerte.
Todos creyeron en un accidente pero la preparación perfecta de un asesinato se hacia más clara y menos difusa en medida que los policías investigaban el lugar de los hechos y dejaban descender faroles de potente llama hacia la profundidad de la palia.
Aquellos pies putrefactos se convertían en piernas sin rodilla, luego la luz del farol alumbró un costado de la fosa, que tenia las paredes lisas a cierta profundidad, e hizo brillar una punta como de lanza que sobresalía probablemente de la base de la fosa. El farol descendía lentamente, meciéndose como un péndulo eterno. Unas rodillas se formaban de las sombras y unos muslos aparecían como dos trozos de carne hedionda, la piel era transparente y los bellos del muslo eran más bien como canas rizadas.
—Desde aquí ya no puedo ver nada —susurraba Edmund a Bernahi desde lo alto de un árbol de ramas firmes y blancas—. ¿Que te parece si descendemos y nos acercamos a esas matas para ver mejor? —decía Edmund mientras observaba algunos arbustos que se encontraban a pocos metros del agujero.
Bernahi asintió y pasado unos minutos de cuidadoso descenso tocaron el piso con un golpe que fue amortiguado por la nieve y la tierra húmeda.
Ellos se acercaban sigilosamente por las matas hasta llegar a la más próxima a la palia. Los policías seguían tirando de una cuerda para descender más el farol y en medida que lo hacía sus rostros se comprimían con asco y terror. Bob y Ed aun no podían ver la palia pero los rostros de los policías le develaban que había en lo profundo del hueco.
Las sombras se desvanecían dando a notar más carne, unas nalgas flácidas y una espalda recia y ancha: era un hombre. Los policías que no sostenían el farol escribían en pequeños libros sin detenerse. Los dos hombres escondidos en los arbustos, se aproximaban por los vacíos de luz, que aparecían por causa de los enormes árboles, para que no fuesen descubiertos y para asomar más sus rostros expectantes frente a la palia. El cuerpo fue completamente iluminado y unos cabellos brillaban de una cabeza sin rostro.
—Es un anciano —susurro un policía, sintiendo un horrendo déjà vú.
Dagdam Dumont, un policía de raíces tunecinas, fue uno de los 5 policías que cargaron el pesado cadáver del anciano que fue hallado en el parque Blacksmith hace un año. Dagdam recordaba claramente la visita inesperada de un sastre a la central de policía que hablaba entrecortado sobre un bulto que atraía a los perros callejeros. Al llegar con cuatro policías al parque verificaron el cadáver que expedía un olor penetrante a alcohol y a carne guardada. Con una navaja cortaron la tela que cubría el rostro —en realidad, cubría todo el cuerpo— pero hallaron solo un bulto de paja. El eximio carecía de cabeza, pero aquello no fue lo único que llamo la atención de los policías. En toda la tela se habían escrito marcas grandes con una tinta ocre, marcas nunca antes vistas por los policías y mirones que merodeaban la zanja donde el cuerpo yacía. Dagdam no dudo en dibujar los símbolos en un cuadernillo que siempre llevaba a todas partes. Por la complejidad de los símbolos, el policía dibujaba cada uno de ellos en respectivas carillas de hoja y uno que otros en dos carillas debido a su abundancia de líneas y formas.
Luego de casi un año, Dagdam sabía que jamás olvidaría aquellos símbolos que lo atormentarían de incertidumbre el resto de su vida hasta encontrar el verdadero significado de cada uno.
La noche se hacia más fresca con el pasar de las horas a tal limite que se hacia insoportable tolerar las brisas gélidas que venían del polo meridional. Todos tiritaban de frío pero los ojos de Dagdam revelaban una calentura que provenía de su interior como una llama cautiva que aparecía como un colmo de ignorancia. Del rostro frígido del cadáver se había inscrito una marca que Dagdam reconoció comparándola con sus gráficos del cuadernillo que llevaba siempre a todas partes. Pero algo nuevo se formaba de las cuencas del anciano, un brillo rojo, seco pero de color vistoso. El farol alumbro los ojos del cadáver pero no los encontró.
—¿Quién le pudo haber hecho esto? —pregunto triste el jefe de policía. Aquellos ojos en las cuencas habían sido reemplazados por dos filudas puntas asemejadas a las que el farol descubrió de las tinieblas hace unos minutos. Después de escribir ciertos apuntes finales en el librillo, Dagdam y otros dos policías se percataron que el cadáver no se hallaba suspendido en el centro de la palia sino a un costado, como si faltase otro cuerpo a un lado haciéndole compañía. Es más, el jefe de policía concluyo que un asesino jamás cavaría una zanja tan grande para un cuerpo tan pequeño y menudo. Pero eso es en el caso de un asesino normal. El hombre que le había hecho esto a aquel pobre anciano se había alejado bastante de la definición de un asesino normal, era probable que haya hecho más locuras en la escena del crimen.
Los policías, con la ayuda de cuerdas, sacaron al eximio y lo recostaron a un lado de la palia. Luego de unos minutos llegaron dos policías, uno en carroza, otro a caballo. Estos policías envolvieron en gruesas telas al cadáver y lo llevaron en la carroza hacia la cuidad, probablemente a la morgue para su pronta autopsia.
Cuando Ed y Bob percataron la marca en el rostro del anciano, a Ed se le vino a la memoria una noticia de hace una par de meses. Eran las 10 y 40 de la noche y ya los fireworks reventaban estrepitosamente en cielo gris de la cuidad en expectativa del nuevo año.
En un caluroso día de julio, cuando el piso pavimentado ardía como una enorme sartén y las aves revoloteaban sus alas, sedientas de agua, en el río Tamesis, Edmund Endwistle, aquel reconocido periodista que se forjó en las eternas aulas de alguna desconocida universidad del norte, preparaba una nota que cubría un nuevo descubrimiento científico. El gran periodista no comprendió muy bien el significado de las ecuaciones, pero, por lo que le habían contado otros conocedores, todo se enfocaba en demostrar de una manera diferente, «¡más práctica, Sr. Endwistle, más rápida! —apresuraba a decir el científico», la teoría de Newton, sobre la gravedad.
“Gran cosa —se decía para si, Ed— perder el tiempo en algo que ya esta resuelto.”
Pero se vendió el London, como pan caliente, que más podría quererse.
El núcleo del asunto es que aquella noche, un 26 de julio, Edmund había salido temprano del London y se había dado con la sorpresa que llovía a cantaros, como nunca había llovido en Londres antes. Aquella situación hubiera y es un fastidio por parte de la naturaleza para cualquier mortal, pero para el gran periodista es un regalo caído del cielo. “Una noticia”, para su ojo astuto.
Al instante, Ed regreso a su oficina para escribir la noticia y luego dejarla en los pendientes para la imprenta. En el transcurso que hacia el cuerpo de su noticia, sentía leves vibraciones por todas partes: la lámpara; las plumas, que se agitaban de su portador; la maquina, que rechinaba sobre la mesa y, finalmente, unos folios de otra oficina que caían estrepitosamente. Edmund ignoraba aquello, creía que eran solo leves sismos. Pero cuando estaba a punto de acabar su noticia sintió un fuerte movimiento que, a parte de remover todo su escritorio, lo lanzo al techo de su oficina. El hombre se golpeó fuertemente con el escritorio y cayó inconciente. Luego de largos lapsos de sueño y raras fantasías que, desde su niñez, el jamás había soñado, se despertó en una cama de hospital, vendado en la cabeza, con suero en las venas y cafeína en los dientes. Al ver a una enfermera que pasaba por la ventana del cuarto donde retozaba, ¡imagínese uno! ¿cuántos días?, le grito fuertemente para que le escuchara:
—¡Usted, señorita! dígame, por favor, ¿qué día estamos? —La mujer lo miro horrorizada, como si hubiese visto un fantasma y salio corriendo como una alma condenada. Después de unos minutos llegó un doctor y le contó varias cosas a Edmund que lo perdían y lo hacían sentir como un amnésico.
“Hoy es 4 de febrero de…”; “¡4 de febrero! —dijo sorprendidísimo, Ed— ¿acaso he dormido más de 3 meses?”; “3 meses y 25 días”
En lapso que permaneció dormido se había perdido varias cosas: el caso del asesinato en Blacksmith, por ejemplo. Pero lo peor de todo era que no había podido cubrir la noticia de la fuerte lluvia ni del extraño terremoto que sacudió la ciudad aquel día.
Frente a sus ojos, el eximio era envuelto y montado en la carroza; se termino la exclusiva —pensó Bernahi— pero se equivoco, Edmund le había dicho que irían a la morgue a conseguir más información a lo que Bob rechazo rotundamente.
—Ni creas que voy a ir, ya es suficiente que no hayamos bajado de la carroza, arriesgándonos a pasar el fin de año en una mugrienta cárcel.
Ed ya no tenia nada para convencer a su amigo así que accedió a ir con el a la taberna y celebrar el año nuevo, como dios mandaba.
Se encaminaron hacia la ciudad, tiritando de frío y riendo de los chistes más groseros y las experiencias más libidinosas de Edmund en sus viajes a Europa. Luego de unos minutos, los dos hombres fumaban del suave tostado y del más penetrante olor a caoba que un Lucky strike podría darle a cualquier mortal, sediento de nicotina en un desierto conservador.
—…yo no quería hacerla sentir mal con el comentario que le hice sobre sus raras costumbres, pero ya ves que las mujeres son un mundo raro. Decía Edmund mientras se encaminaba con Bernahi a frog´s mirror.
La caminata de regreso a la ciudad fue corta, con la ayuda de los cigarros y las raras experiencias de Edmund todo parecía gracioso y grotesco. La noche era calida y la nieve caía como gotas blancas sobre el suelo níveo. Las casas expedían de sus chimeneas un humo gris que hacia raras formas en el cielo y los pirotécnicos que no paraban de estallar en el cielo iluminándolo hermosamente con formas de estrellas, palmeras; una lluvia de luces. En la calle Belueur, los dos hombres entraron en una taberna que se hallaba a 6 cuadras de donde Bernahi vivía. Era frog´s mirror, conocido en toda la ciudad por su innumerable variedad de bebidas y devoción por celebrar a lo grande el fin de año, su día de inauguración. Con más de 40 años encima, la taberna se acercaba al medio centenar. Bernahi percato que aquel raro cartel que pendía de la parte alta de la fachada (que en particular, nunca le agrado) había sido reemplazada por otra más seria que rezaba en letra romana: FROG´S MIRROR where everyday is new year´s eve.
—Llegas tarde… —un hombre, que se movía graciosamente en la barra, miro su reloj—…llegas 2 horas y media tarde. Luego de esto rió y le pidió al cantinero otra ronda. Eran las 11 y media de la noche.
De bebida en bebida, jarra en jarra, cuenta tras cuenta cancelada previo al nuevo año, parecía que los compañeros de Bob habían estado celebrando por largas horas pero solo habían pasado 15 minutos. Fue entonces cuando Lou, uno de los amigos de Edmund, le servia una espumosa jarra (si, todos tomaban un jarra por cabeza) a este luego que el mesero le alcanzara 3 voluminosos recipientes que vibró una jarra que se encontraba al borde de la barra y se cayo, haciéndose añicos y esparciendo un liquido amarillento y espumoso, como orine. Luego vibró el estante, haciendo bailar a las innumerables botellas de cuantos años de añejamiento y haciéndolas caer y a otras reventar por las miles de vibraciones en poco tiempo, escupiendo sus tapas o explotando como bombas de burbujas. Finalmente todos los ebrios cayeron pesadamente, como costales de abono sobre el suelo, desparramándose, escupiendo y vomitando. Bernahi, en el suelo con todos, sintió calma: todo ceso. Pero los ojos de Edmund seguían fijos como si hubiese visto lo que se avecinaba. Ed recordó algo y salio corriendo fuera del bar, fuera de la calle, fuera de la ciudad. Bernahi sintió algo profundo y lo siguió como si supiera que pasaría, pero no sabia que. Su mente ausente pero sus sentidos y su cuerpo inmersos en el hecho. Cuando salió Bob a la calle, cuando corría fuera de la ciudad, un fuerte movimiento, que arremetió contra las casas, volcó las carrozas, desespero a los caballos, derrumbo los edificios, golpeo sus carnes, lo lanzo hacia el bosque. Bernahi se elevo como unos 30 metros en el aire y callo en la nieve, hundiéndose más de medio cuerpo. La nieve no lo atrapó, el salió fácilmente y corrió hasta el bosque, en busca de Edmund pero no lo volvió a ver. Se adentro al bosque, este parecía intacto frente al fuerte terremoto, y percato la nieve en las copas, ni la nieve cayó, concluyó que todo había sido en la ciudad: el terremoto que le habían contado, el que golpeó la cabeza de Edmund el 26 de julio.
En la profundidad del bosque, escucho un rugido, como un ronroneo despertante, Bob sentía temor pero se acerco hacia el ruido. Unos ojos blancos, se hacían grandes desde unos extremos de las sombras de los incontables árboles, que eran redondos y vidriosos, se intensificaban y luego se desvanecían lentamente. Bob se acerco más y percato que estaba en un vacío. Los ojos crecieron pero unos bordes cuadrados aparecieron, precediéndole, avanzaba con cuidado, moviéndose rápidamente hacia Bernahi que cayo de espaldas con el rostro blanco.
“Fue entonces el momento en que el gran reloj dio las doce campanadas”.
Era demasiado tarde, el año fue consumido y uno nuevo empezaba, corriendo los segundos, los minutos, las horas, los días, los meses para luego terminarse como el anterior. Bernahi, recostado en la tierra, jamás volvió a ver a Edmund.
Escrito por L. C. Nevers
Segunda parte de la introducción al libro “La calle 223”
15 de setiembre al 30 de setiembre del 2008

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